viernes, 12 de marzo de 2010

NACIONALISMO E INTERNACIONALISMO

Siempre se ha tratado de convencer a la gente de que el Fascismo representa, ante todo, una tendencia de nacionalismo tan exasperado que constituye un peligro permanente para la paz del mundo.
Semejante afirmación se funda en un equivoco intencional, parecido al que pinta al Fascismo como movimiento antipopular y reaccionario por haber combatido y destruido las organizaciones socialistas. Ser antisocialistas debería significar, sin más, ser partidarios de la guerra.
Aquí también será preciso hacer un poco de historia.
El partido Socialista italiano ostentaba una tristísima tradición que no tenía equivalente, preciso es reconocerlo, en los partidos socialistas de otros países: la tradición de una serie continuada y constante de actitudes y de actos hostiles a los intereses de Italia. Bastará recordar los motines organizados a objeto de impedir que se enviaran refuerzos a las tropas italianas de Africa Oriental en 1896, después de la batalla de Adua; la violenta propaganda en contra de la ocupación de la Libia, la cual, contra imperialismos insaciables, debía representar la seguridad italiana en el Mediterráneo; y, finalmente, las tentativas de sabotaje en contra del ejército durante la guerra europea.
Ahora bien: parécenos lógico que todos hayan de admitir que el internacionalismo no justifica al antinacionalismo, es decir, no justifica una acción consciente y positiva en perjuicio de la propia Nación.
Lo primero que ha hecho el comunismo ruso, por ejemplo, fue armarse para arrojar a los extranjeros fuera del territorio nacional; por, su parte, el laborismo inglés siempre se ha preocupado por mantener la integridad del Imperio Británico, no menos que los conservadores; y el socialismo francés colaboró en organizar la seguridad de Francia al igual que los exponentes de los partidos de extrema derecha.
Por lo tanto, no es justo ni honesto sostener que el Fascismo sea fautor de la guerra, por haber combatido al socialismo antiitaliano, por haber afirmado el predominio de los intereses generales sobre los intereses particulares, y por haber dado a Italia la dignidad y el prestigio que le correspondían.
Por lo demás, sólo una mala fe obstinada puede seguir repitiendo que la afirmación de la civilización italiana, la más antigua del mundo, represente un peligro para la paz de los pueblos.
Pero hay más. El Fascismo no se ha desinteresado jamás de la vida internacional; antes bien, si por internacionalismo ha de entenderse la contribución concreta al desarrollo de las relaciones amistosas entre los pueblos, y la inteligente comprensión de las necesidades y de los legítimos intereses de cada cual, podemos afirmar con toda tranquilidad que el Fascismo es internacionalista.
Pero en esta materia, lo que vale son los hechos, y no ya las genéricas declaraciones de principios ni las palabras altisonantes.
Por cuanto nos interesa en nuestro carácter de trabajadores, nos limitaremos a citar, entre tantos, un hecho que ningún razonamiento contrario podrá desmentir: la obra y las
iniciativas de la Italia fascista en la Oficina Internacional del Trabajo, durante todo el tiempo en que formó parte de dicha Institución.
Italia se encontraba a la cabeza de los grandes países en cuanto se refiere a la ratificación de convenciones internacionales, y, como podrían atestiguar los mismos exponentes socialistas franceses, ingleses, etc., los delegados italianos - delegados de los obreros, de los patrones y del Gobierno - fueron siempre iniciadores o fervorosos asertores de decisiones tendientes a amparar y a elevar !el trabajo humano mediante la colaboración internacional.
A este respecto, debemos recordar de modo particular que la semana de cuarenta horas de trabajo fue propuesta en Ginebra por Italia, la cual fue la primera en aplicarla, a pesar del manifiesto propósito de los mayores países europeos en el sentido de no dar curso a la iniciativa.

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